Capítulo II. A




El gran mercado se alzaba esplendoroso. Engullía las cotidianas charlas de los centenares de personas que se esforzaban por cumplir con el sino de sus vidas, poniendo en práctica los más que prehistóricos monólogos, donde demostraban interés en las vidas por las que no pagarían un gramo de trigo. El enemigo saludando al enemigo, deseándose suerte respectivamente, tendiéndose y estrechándose la mano. La socialización mataba su dignidad, la sociedad los mataba.
Todo el mercado estaba casualmente ordenado, hecho que podía deberse a su gran extensión y a las costumbres. Los puestos mercantes se situaban a ambos lados de las anchas calles y la zona central estaba solo ocupada por los transeúntes, entre los que Gross y yo nos encontrábamos.
Ninguna señal de nuestro objetivo. Caminábamos pausadamente hasta el sector que más fuego provocaba en mis venas. La venta de esclavos.
            - Amigo, no creo que pueda continuar por aquí. Deberías conocerme- le susurré a Gross al oído.
            - No quedan caminos- casi voceó mi corpulento compañero mientras me empujaba con una de sus manos.
Tal brillante respuesta me dejó descolocado durante un buen período de tiempo.

Era demasiado tarde cuando ya empezaba a divisar niños y niñas etiquetados por precio, pena en los semblantes de las personas más puras y muerte, en aquellas que no disfrutaron de su juventud. Mi mente se sumergía en el calor que desprendía mi sangre. A cada rato, se me hacía más difícil la tarea de pensar. Me estaba dejando llevar por los acontecimientos, se me estaba yendo de las manos. Pero mi mundo se cayó cuando la vi a Ella.

Percibía, a través de los preciosos ventanales que reflejaban su alma desnuda, como el fuego ardía en su interior. Divisaba el espíritu de rebeldía que hacía diferente aquel bello ser sobre los demás. Así fue como observé la perfección envuelta en piel, poseedora de unas perlas color miel, con las que obtenía su rebelde visión del mundo. Su carbónico y extenso cabello caía sobre sus pechos y amenazaba, en un idioma incomprensible, al son de los bruscos movimientos con los que intentaba librarse de los grilletes que ahora poseía. A pesar de estos,  su agresiva mirada introducía miedo en aquellas pobres almas que en algún momento le hicieron prisionera. Allí estaba yo. Absorto ante la escena que cambiaría el rumbo de mi existencia.

Aún no había tomado conocimiento de mis actos cuando mi lanza ya atravesaba la garganta del primero de los soldados mercantes. Sus ojos, ya sin rumbo, señalaban a los transeúntes que comenzaban a gritar, junto a la exaltación de los que suponía que eran sus compañeros, cuyos filos ahora me señalaban a la distancia. Instintivamente, mis piernas y brazos practicaban una danza coordinada al son que algunas vidas se marchaban del lugar, con el más que familiar sonido de tripas y órganos estremecer contra el suelo. Había entrado en frenesí, la ira controlaba mi cuerpo, pero había algo más. Su especial mirada estaba fija en mí, observando toda la escena, como si de una niña se tratara. El suelo se cubría ahora de uno de los colores más bellos del planeta.
Caminaba ahora hacia aquella mujer a la que no podía quitarle mi atención, como si estuviese hechizado. Hechizo que se rompió al sentir la gran mano de Gross estrujándome el hombro derecho.
            - ¡Por los dioses! ¿¡Qué estás haciendo?!-. prácticamente ladró Gross.
            - Vete ahora que no han llegado los demás guardas-. le musité sin volverme.- ¡¡Vete!!-. grité volviéndome hacia él al escuchar sus pasos tras de mí. Hacía una eternidad que no levantaba la voz a nadie.

Los grilletes se deshacían entre mis manos, al igual que mi cuerpo soportando su mirada. Sus preciosos ojos color miel se encontraban con los míos y sentía como el tiempo se atrasaba entre los gritos del desastre cometido. Los guardias enemigos, llegaban ya al lugar en consecuencia de los espantos habidos y por haber, pero mi concentración estaba ausente en las cadenas, sin tener idea de cómo podía romperlas.
El calor en mi brazo llamó mi atención, ella estaba posando su esbelta mano en la parte no cubierta de mi armadura ligera, a la vez que me hacía mostrar una llave, posiblemente arrebatada  a alguno de los ya cadáveres que yacían en el suelo. Rápidamente, la introduje en la cerradura de los grilletes mientras no podía ocultar el asombro de mi rostro. Ahora ella era libre y yo estaba en el lugar, con el corazón latiente pero con miedo a los acontecimientos inmediatos.
Mi lanza entró en juego cuando el primero de los solados en llegar al lugar arremetió. Fracasado su intento, mi mente se envolvió en mil formas de cómo escapar del lugar hasta que lo sentí. Sentía el terrible dolor de una punta de flecha clavada en mi pecho pero, a pesar del dolor, todavía no había perdido el control sobre mi cuerpo. Fue cuando me atravesó el muslo derecho la segunda flecha, el momento en el que sucumbí al peso de mi cuerpo y caí al suelo. Mi visión comenzó a tornarse borrosa. Sentía como una delgada forma, de difuminos y brillantes colores, se turnaba entre arrastrar mi cuerpo y practicar una danza de espada contra otras sombras de mayor contorno. Relinchos de caballo...