El gran mercado se alzaba
esplendoroso. Engullía las cotidianas charlas de los centenares de personas que
se esforzaban por cumplir con el sino de sus vidas, poniendo en práctica los
más que prehistóricos monólogos, donde demostraban interés en las vidas por las
que no pagarían un gramo de trigo. El enemigo saludando al enemigo, deseándose
suerte respectivamente, tendiéndose y estrechándose la mano. La socialización
mataba su dignidad, la sociedad los mataba.
Todo el mercado estaba casualmente
ordenado, hecho que podía deberse a su gran extensión y a las costumbres. Los
puestos mercantes se situaban a ambos lados de las anchas calles y la zona
central estaba solo ocupada por los transeúntes, entre los que Gross y yo nos
encontrábamos.
Ninguna señal de nuestro
objetivo. Caminábamos pausadamente hasta el sector que más fuego provocaba en
mis venas. La venta de esclavos.
-
Amigo, no creo que pueda continuar por aquí. Deberías conocerme- le susurré a
Gross al oído.
-
No quedan caminos- casi voceó mi corpulento compañero mientras me empujaba con
una de sus manos.
Tal brillante respuesta me dejó
descolocado durante un buen período de tiempo.
Era demasiado tarde cuando ya
empezaba a divisar niños y niñas etiquetados por precio, pena en los semblantes
de las personas más puras y muerte, en aquellas que no disfrutaron de su
juventud. Mi mente se sumergía en el calor que desprendía mi sangre. A cada
rato, se me hacía más difícil la tarea de pensar. Me estaba dejando llevar por
los acontecimientos, se me estaba yendo de las manos. Pero mi mundo se cayó
cuando la vi a Ella.
Percibía, a través de los
preciosos ventanales que reflejaban su alma desnuda, como el fuego ardía en su
interior. Divisaba el espíritu de rebeldía que hacía diferente aquel bello ser
sobre los demás. Así fue como observé la perfección envuelta en piel, poseedora
de unas perlas color miel, con las que obtenía su rebelde visión del mundo. Su
carbónico y extenso cabello caía sobre sus pechos y amenazaba, en un idioma
incomprensible, al son de los bruscos movimientos con los que intentaba
librarse de los grilletes que ahora poseía. A pesar de estos, su agresiva mirada introducía miedo en
aquellas pobres almas que en algún momento le hicieron prisionera. Allí estaba
yo. Absorto ante la escena que cambiaría el rumbo de mi existencia.
Aún no había tomado conocimiento
de mis actos cuando mi lanza ya atravesaba la garganta del primero de los
soldados mercantes. Sus ojos, ya sin rumbo, señalaban a los transeúntes que
comenzaban a gritar, junto a la exaltación de los que suponía que eran sus
compañeros, cuyos filos ahora me señalaban a la distancia. Instintivamente, mis
piernas y brazos practicaban una danza coordinada al son que algunas vidas se
marchaban del lugar, con el más que familiar sonido de tripas y órganos
estremecer contra el suelo. Había entrado en frenesí, la ira controlaba mi
cuerpo, pero había algo más. Su especial mirada estaba fija en mí, observando
toda la escena, como si de una niña se tratara. El suelo se cubría ahora de uno
de los colores más bellos del planeta.
Caminaba ahora hacia aquella
mujer a la que no podía quitarle mi atención, como si estuviese hechizado.
Hechizo que se rompió al sentir la gran mano de Gross estrujándome el hombro
derecho.
-
¡Por los dioses! ¿¡Qué estás haciendo?!-. prácticamente ladró Gross.
-
Vete ahora que no han llegado los demás guardas-. le musité sin volverme.-
¡¡Vete!!-. grité volviéndome hacia él al escuchar sus pasos tras de mí. Hacía
una eternidad que no levantaba la voz a nadie.
Los grilletes se deshacían entre
mis manos, al igual que mi cuerpo soportando su mirada. Sus preciosos ojos
color miel se encontraban con los míos y sentía como el tiempo se atrasaba
entre los gritos del desastre cometido. Los guardias enemigos, llegaban ya al
lugar en consecuencia de los espantos habidos y por haber, pero mi
concentración estaba ausente en las cadenas, sin tener idea de cómo podía
romperlas.
El calor en mi brazo llamó mi
atención, ella estaba posando su esbelta mano en la parte no cubierta de mi
armadura ligera, a la vez que me hacía mostrar una llave, posiblemente
arrebatada a alguno de los ya cadáveres
que yacían en el suelo. Rápidamente, la introduje en la cerradura de los grilletes
mientras no podía ocultar el asombro de mi rostro. Ahora ella era libre y yo
estaba en el lugar, con el corazón latiente pero con miedo a los
acontecimientos inmediatos.
Mi lanza entró en juego cuando el
primero de los solados en llegar al lugar arremetió. Fracasado su intento, mi
mente se envolvió en mil formas de cómo escapar del lugar hasta que lo sentí.
Sentía el terrible dolor de una punta de flecha clavada en mi pecho pero, a
pesar del dolor, todavía no había perdido el control sobre mi cuerpo. Fue
cuando me atravesó el muslo derecho la segunda flecha, el momento en el que
sucumbí al peso de mi cuerpo y caí al suelo. Mi visión comenzó a tornarse
borrosa. Sentía como una delgada forma, de difuminos y brillantes colores, se
turnaba entre arrastrar mi cuerpo y practicar una danza de espada contra otras
sombras de mayor contorno. Relinchos de caballo...